
I. Un Hogar de Excelencia Artística
Desde mi más temprana memoria, la presencia constante de mi madre en casa impregnaba nuestra vida cotidiana con una cualidad inconfundible: la variedad. Esa diversidad, siempre caracterizada por una calidad sobresaliente, constituía un rasgo distintivo. Como niño, carecía del discernimiento necesario para apreciar qué era de alta calidad y qué no lo era, pero con el paso de los años y mi desarrollo como músico, me doy cuenta de que siempre fui afortunado de estar rodeado de abundante música y arte, siempre de lo más exquisito.
Este enriquecimiento no se basaba en el costo de las cosas. Nuestro entorno fomentaba la apreciación de las cosas más sencillas pero de gran calidad, como un mango jugoso, una sabrosa arepa o una sopa bien hecha. Asimismo, nos brindaba la oportunidad de disfrutar de platos más sofisticados con un nivel de calidad excepcional. Esta misma filosofía se aplicaba a la música, el arte y la apreciación del cine. La calidad era una constante preocupación. La insistencia en la calidad se mantuvo a lo largo de las diversas etapas de la vida personal y profesional de mi madre.
En mi infancia temprana, cuando mi madre estaba casada con mi padre, Alberto Grau, su interacción con sus padres, mis abuelos Palacios, tenía un plus que la hacía destacar. Incluso en los juegos familiares como el “Stop”, que solíamos jugar, experimentábamos una singularidad. Las categorías utilizadas no eran las comunes como “nombre”, “apellido” o “color”, sino que se centraban en temas como pintores renacentistas o compositores del siglo XIX. Estos detalles ilustran el ambiente en la familia Palacios, un ambiente donde primaba una actitud hacia la calidad y el arte.
Posteriormente, cuando mi madre se separó de mi padre y comenzó su carrera como cantante solista, hubo un período de expansión. A su regreso de Londres, donde vivimos durante un breve período, fundó la Camerata de Caracas, lo que marcó un importante punto de inflexión. Su carrera como solista se disparó, y comenzó a dar recitales, grabar discos, cantar con diversas orquestas y participar en la interpretación de obras maestras de la música clásica. Durante esta etapa, se multiplicó como artista.
II. La Magia de los Comienzos
La energía especial de los primeros años de la Camerata se nutría de sus fundadores, un grupo excepcional de músicos y cantantes. Pancho Salazar, Pedro Stern y mi madre, como contralto, iniciaron el viaje de la Camerata de Caracas. A ellos se unieron músicos experimentados en la música antigua en Venezuela, como Fernando Silva Morván, Leonardo Azpúrua, Rubén Guzmán y Lauren Levenson, mi primera profesora de violonchelo. Todos ellos contribuyeron a formar la primera Camerata.
Recuerdo que los primeros ensayos se llevaban a cabo en el comedor de nuestra casa. A veces, movíamos la mesa, otras veces la utilizábamos como atril. Alrededor de esa mesa, explorábamos diversos repertorios, principalmente de la época renacentista. A partir de este repertorio, mi madre comenzó a soñar con la reproducción de la música antigua, utilizando instrumentos de la época. Este sueño se convirtió en un proyecto que involucró la creación de la Camerata Barroca de Caracas.
III. La Camerata: Más que una Mera Interpretación
El trabajo de mi madre iba más allá de las actuaciones en público. Constantemente se esforzaba por acceder a investigaciones, partituras inéditas y autorizaciones para estrenar obras que habían sido escritas en América Latina durante el período barroco. De esta manera, asumió un rol fundamental en la musicología.
Esta pasión por la música barroca la llevó a crear el Festival de la Música del Pasado de América en 1990. Este evento reunió a agrupaciones de otros países, musicólogos e investigadores, y maestros de Europa para explorar la música barroca latinoamericana. Fue una misión que permitió a los grandes maestros aprender y apreciar la música de América Latina.
IV. El Legado del Arte en el Hogar
Mi casa era un entorno de riqueza artística excepcional. La influencia de mi madre y su búsqueda constante de belleza estaban presentes desde que me levantaba temprano para ir al Colegio Emil Friedman, donde recibía formación musical, hasta que, al regresar del colegio, la encontraba impartiendo clases de canto. Incluso las sobremesas en casa estaban teñidas de conversaciones con los colaboradores de mi madre, que eran, en ocasiones, intelectuales destacados. Mi contacto con la música era constante, y esa inmersión me permitió estar presente en conversaciones de alto nivel y asistir a ensayos de la Camerata, donde algunos músicos se formaban bajo la tutela de mi madre.
V. El Amor por la Música Antigua
El profundo amor de mi madre por la música antigua la llevó a aprender a tocar la viola da gamba. Cuando un músico se fue y necesitaba a alguien para reemplazarlo en dos meses, me pidió que aprendiera a tocar ese instrumento. Aunque ya era violonchelista, acepté el desafío y me enamoré de la viola da gamba. Esta experiencia me llevó a tocar este instrumento durante muchos años y a enseñar a otros músicos que luego se dedicaron a él.
En perspectiva, el filtro de mi madre y el de la Camerata siempre exigían un alto nivel de excelencia. La búsqueda de la calidad y el esfuerzo constante eran características de todos los proyectos de mi madre, independientemente de la generación de músicos a la que pertenecieran.
VI. Un Espíritu Expansivo
Mi madre siempre buscó diversificarse, pero su lema se centró en la palabra “calidad”. No se propuso realizar grandes cantidades de discos o dar miles de conciertos. Su enfoque estaba en la excelencia, en realizar proyectos que elevaran el nivel de calidad de la música antigua en Venezuela. En lugar de esparcirse demasiado, se expandía de manera selectiva.
La dedicación de mi madre a la música antigua fue algo más que una elección estética. Fue una elección de vida que influyó en la forma en que vivíamos. Cada objeto, cada comida, cada pieza de música, debía ser de alta calidad. Algunos pueden considerar esto un enfoque elitista de la vida, pero mi madre lo vivió como una misión. La excelencia, la búsqueda de la belleza y la devoción a la música antigua fueron los cimientos de su vida y de su legado.
Mi madre, Isabel Palacios, dejó una profunda huella en el mundo de la música antigua en Venezuela y más allá. Su amor y dedicación a la belleza y la calidad continúan inspirando a las generaciones futuras de músicos y amantes del arte. Su legado es un recordatorio de que la búsqueda de la excelencia y la pasión por el arte pueden transformar vidas y comunidades, y su influencia perdurará en el tiempo.